sábado, 22 de agosto de 2009

Tzvetan Todorov: Modernos y Posmodernos


Hay pocas cuestiones, dentro del debate actual de las ideas, que sean tan complicadas como la de la "posmodernidad".


Las razones de la confusión son múltiples. De entrada, la palabra "moderno" no tiene la misma significación en inglés, alemán y francés (sin hablar de otras lenguas), y así divergen también sus superaciones "posmodernas" -en cualquier caso, el debate sobre el tema siempre fue internacional; y en cada lengua se emplea en un sentido diferente, según se trate de historia, filosofía o arte- ahora bien, el término se considera interdisciplinar.

La institución universitaria, muy aficionada a los "ismos" (¿sobre qué organizaría debates si estuviera privada de ellos?), se ha introducido en esta brecha, produciendo toneladas de libros y de artículos; una obra reciente sobre la cuestión, la de Connor, tiene más de diecinueve páginas de bibliografía sobre el tema. El efecto, contrariamente a lo que se esperaba, consiste en hacer el tema cada vez más difícil; ya no se lee más a Lyotard sobre Duchamp, ni incluso a Jameson sobre Lyotard (sobre Duchamp). A ello hay que añadir un efecto autorreflexivo: el propio del posmodernismo, que es, según dicen algunos, la incoherencia, o la reivindicación también del propio término que la designa. ¡Que el concepto estalle en la imagen de la actividad que trata de captar!


También hay otros elementos del debate, más específicos, que contribuyen a oscurecerlo. Términos como "moderno" o "posmoderno", ya lo hemos dicho muchas veces, están vacíos de contenido: designan exclusivamente la contemporaneidad. Sin embargo, esta vacuidad no está exenta de significación: expresa una adhesión a la idea de progreso bajo su forma más simple, aquella que quiere que todo lo que venga después sea mejor que aquello que había antes (idea que, por otro lado, el posmodernismo rechaza; pero, ¿por qué ofenderse por ello si ama la incoherencia?) En definitiva el propio proyecto de catalogar a creadores forzosamente singulares con etiquetas que designan los períodos es empobrecedor, por no decir mutilador: si decimos que Proust es moderno y Beckett posmoderno, ¿hemos avanzado algo en la comprensión de alguno de ellos?


Para justificar o glorificar estas formas históricas, declaramos que el arte evoluciona necesariamente hacia su propia esencia, hacia una pureza creciente (Blanchot en Francia, Greenberg en Estados Unidos), o incluso hacia una representación cada vez más completa del mundo (el surrealismo es forzosamente mejor que el realismo); y dejamos al margen todas las obras que no entran en el esquema.


Ante semejante constatación, el primer impulso consiste en renunciar decididamente al uso de términos como "moderno" o "posmoderno". Sin embargo, he decidido no seguirlo (pero quizás esté equivocado). Conciente de los peligros que me acechan por este lado, no dejo de ser sensible al inconveniente que hay en abandonar cualquier abstracción de este tipo. El peligro inverso, efectivamente, consiste en verse reducido a la tautología, a la repetición estéril de "Proust es Proust", "Beckett es Beckett"; el sabio erudito que se acuerda de todo ya no puede afirmar nada. Ciertamente, cualquier generalización es simplificadora; pero el sentido solo puede surgir de la selección, y así pues del olvido.


Categorías como "posmoderno" pueden, a pesar de la inanidad de la palabra, convertirse en instrumentos del pensamiento eficaces, que permitan comprender mejor las obras -a condición de no darles demasiado valor, y que estemos dispuestos a abandonarlos nada más usarlos. Pero si los utilizamos, aunque sea de forma condicional, resulta necesario precisar el sentido de los mismos, sin aceptar a pies juntillas las declaraciones de los propios "posmodernos". La aclaración me parece mucho más indispensable por el hecho de que dos distinciones autónomas creo que se han visto enfrentadas, la de modernos y ultramodernos, y la de modernismo y posmodernismo.


Ultramodernos y posmodernismo


El primer sentido de la palabra "moderno" es filosófico; designa una profunda transformación en nuestra manera de pensar el mundo y los hombres que empezó en el siglo XVI. Simplificando al máximo podemos decir que los antiguos creían en la existencia de un orden natural o divino, al cual las sociedades y los individuos tenían que adaptarse; por el contrario, los modernos se consideran autónomos; de golpe, la libertad humana ocupa el lugar primordial hasta entonces mantenido por la "naturaleza". Los individuos son iguales por derecho, en lugar de someterse a una jerarquía "natural", y la base del juicio moral es la universalidad en vez de la conformidad con la tradición; accedemos a los valores por medio de la discusión racional, no a través de un acto de fe. La expresión política de la modernidad filosófica es el Estado democrático. Así entendida, la modernidad es realmente un proyecto inacabado (actual), tal como dice Habermas, y deseado por la gran mayoría de nosotros -todos aquellos que no creen en las virtudes de las utopías totalitarias o de las nostalgias conservadoras con respecto a las jerarquías sociales y el orden divino.


Lo que llamamos, dentro de este mismo debate filosófico, lo "posmoderno" me parece merecer mucho más el nombre de "ultramoderno"; más bien que un abandono radical crítica proviene de la exacerbación de algunos de sus rasgos -la cual puede ir, a riesgo de algunas contradicciones internas, hasta su inversión. Me cuesta creer que sus defensores estén realmente en contra de las ideas de igualdad y libertad, de universalidad y de racionalidad (incluso si Lyotard debe preferir a Trotsky en vez de Tocqueville). Lo que ponen por delante -relatividad de los valores, dispersión del mundo, desmoronamiento de las verdades dogmáticas y de los "grandes relatos"- corresponde más bien a lo que Leo Strauss designaba como una nueva "moda" de la modernidad, de la cual Nietzsche sigue siendo el representante más célebre; los elementos conservadores o totalitarios, incluso aunque puedan estar presentes, no son dominantes.


Lo mismo ocurre con las obras de arte: muchas de las que actualmente llamamos "posmodernas" serían designadas con mayor razón "ultramodernas", es decir, como llevando al extremo una de las tendencias de la propia modernidad. La "autonomía", en arte, es el rechazo de la dependencia con respecto al mundo exterior, es decir, de la representación. Puede adoptar varias formas, por ejemplo la de una autodesignación, la de un puro juego con la convención, la de una valorización del significante (se me ocurre pensar en los escritores que van desde Mallarmé hasta la "metaficción" americana); o incluso la de una denuncia y destrucción de la convención, desde Marcel Duchamp hasta el arte conceptual del pasado. La diferencia con el programa romántico de Friedrich Schlegel y Novalis es de grado, no de naturaleza.


El segundo debate concierne, no ya a los modernos, sino al modernismo- noción mucho más limitada y esencialmente relacionada con la historia del arte. El modernismo no se opone al arte clásico, sino al realismo o al simbolismo, movimientos artísticos del siglo XIX, que son tan "modernos" como él. El espíritu del modernismo domina el arte europeo de 1910 a 1970 (de forma aproximada); sus manifestaciones son variadas pero muchos rasgos se repiten a menudo: 1. la abstracción, o renuncia a la representación de las formas concretas del mundo; de golpe este arte se siente universal; 2. el carácter sistemático: la obra es el producto de un sistema conciente y racional; 3. el gusto por lo nuevo (que el modernismo comparte con los movimientos de vanguardia): la obra afirma su originalidad y rechaza la relación con la tradición (ya no se imita: ¡ni al mundo, ni a los antiguos!); 4. la clara separación entre "gran arte" o "verdadera cultura" y la "cultura de masas" o "el arte popular".


Así, en arquitectura, salen del modernismo las construcciones de Le Corbusier y des Mies van der Rohe, un estilo que deberíamos considerar estructural más que funcional; edificios idénticos a sí mismos se levantan por todas partes del mundo, privilegiando las formas geométricas simples y simétricas. En pintura, es ante todo el arte no figurativo y sistemático, de Mondrian a Jackson Pollock y Barnett Newman. En música, las obras dodecafónicas como las que se inspiran en diversos modelos matemáticos. En literatura, Joyce y Pound, pero también, en Francia, experiencia como las de Queneau o Perec. Lista un tanto arbitraria, desde luego, pero que permite entender de qué se trata.


Este modernismo concreto es puesto en tela de juicio, desde hace unos veinte años, por un movimientos artístico que, a falta de algo mejor, podemos aceptar en llamar "posmodernismo". Pone en duda los principales rasgos del modernismo, sin por ello constituir una simple vuelta al premodernismo. Reintroduce, cuando hay lugar a ello. la representación, pero no aspira a la ilusión realista. Renuncia a la composición sistemática y racional, sin por ello practicar el culto a la inspiración divina. Enlaza con las tradiciones (y así pues con los particularismos locales), pero no se somete dócilmente a ellas; elige entre varias tradiciones, o designa la tradición como tal, lo cual es todo excepto una actitud tradicional. Juega con las formas que provienen de la cultura popular (novela policíaca, música pop, carteles y pintadas), sin por ello confundirse con ella.


El contraste más claro se da en arquitectura, y no es una casualidad que la moda posmodernista haya salido de ahí; las construcciones modernistas se han revelado inhabitables, y se han echado abajo, edificando en su lugar casas con formas a la vez menos previsibles y más tradicionales, mejor adaptadas a las variadas necesidades de los individuos. En las otras artes, la oposición ya no es cronológica: un Picasso en pintura, un Stravinski o un Bartok en música serían, en pleno período modernista, posmodernistas típicos. Por otro lado, la distinción no es una gran ayuda; vemos mal lo que se conviene en llamar algunas películas "modernas" y otras "posmodernas".


Según esta acepción del término, los textos literarios posmodernos serían aquellos que reintroducen la representación y la historia del mundo en su seno, sin por ello volver al realismo. Ejemplos típicos serían El libro de la risa y el olvido de Kundera. Los hijos de la medianoche de Rushdie. El hotel blanco de D.M. Thomas, pero también la novela latinoamericana de las décadas precedentes. Linda Hutcheon, que hace una clara distinción entre "ultramodernos" y "posmodernos", interpreta esta intrusión de la historia en la novela como una ficcionalización generalizada, como una disolución del mundo real en la textualidad -lo que, en realidad, conduciría a renunciar a la distinción. No, la invasión de Praga por los tanques rusos, la de Bangla Desh por el ejército indio o la masacre de Babi-Yar no se convierten en ficción en las novelas anteriormente citadas, y precisamente por ello actúan en nosotros con tanta fuerza.


¿Una filosofía posmodernista?


El libro de Stephen Toulmin Cosmopolis tiene esa originalidad que trata de establecer lo que podría ser una filosofía auténticamente posmodernista (y ya no ultramoderna, según nuestro vocabulario). Me gustaría citar aquí una sugerencia de Toulmin, siempre y cuando renunciando a su periodización de la historia.


Las obras filosóficas varían no solo por su contenido sino también por su estilo; en uno de los polos se encuentran los tratados sistemáticos, axiomáticos, abstractos, con pretensión universal; en el otro, las reflexiones personales, relacionadas con las situaciones concretas de la vida y con los individuos, tratando casos particulares. Maquiavelo y Hobbes, que por otro lado son ambos "modernos" (e incluso, si hacemos caso a Strauss, pertenecen a la misma "moda" de la modernidad), se oponen en que Maquiavelo escribe un comentario de la historia romana, mientras que Hobbes lleva a cabo un tratado sistemático sobre el Estado y el individuo. O Montaigne y Descartes: uno cuenta sus estados de ánimo, da explicaciones sobre sus experiencias sexuales y no se ocupa de adaptarse a un sistema establecido; el otro quiere deducir todo del cogito y piensa la ciencia con el modelo de las matemáticas. O el primer y segundo Wittgenstein. O Platón y Aristóteles... O, podríamos decir de manera más general, la filosofía (ya que esa es precisamente la corriente dominante de la filosofía occidental) y la sabiduría.


Esta oposición ha estado presente en todos los tiempos, por ello el apelativo "posmoderno", para el segundo término, me parece fuera de lugar (se podría sustituir por una palabra como "práctico"). Sin embargo, también creo que esta corriente, habitualmente dominada, vuelve en la actualidad con fuerza. El período "modernista" de la filosofía estaría representado por Russell y Whitehead, el Tractatus y el Círculo de Viena; abstracción, sistema novedad, relación completamente cortada con la "filosofía popular".


Más allá de este núcleo: el campo de conocimiento del hombre, durante el mismo período, se encuentra dividido entre, por un lado, una filosofía que no se ocupa más que de sí misma (de la historia de la filosofía, de sus propias categorías), y por otro, de las ciencias humanas y sociales que se consideran "positivas", habiendo roto todos los puentes con la metafísica, los valores o la subjetividad del autor.


Es este el estado de cosas que se respira desde hace algunas décadas, con el despertar de la filosofía política y moral (y, más que tratar de escribir una nueva Etica, sus practicantes se comprometen a reflexionar en la actualidad sobre la censura, el aborto o la discriminación racial), la antropología filosófica (que por ejemplo ilustra un Bakhtine), la historia filosófica (practicada por Foucault -que sería "posmoderno" no por el hecho de que privilegie el concepto de poder, sino porque descubre filosofía en la historia de la medicina, o de la locura, o de la prisión)... ¿Acaso sea la vía de la filosofía del mañana? En lo que a mi respecta, lo deseo.

(Fuente: Letra Internacional)